SOLEMNIDAD
DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo pascual, que culmina en la fiesta de Pentecostés, la
liturgia prevé estas tres solemnidades del Señor: hoy, la Santísima
Trinidad; el jueves próximo, el Corpus
Christi,
que en muchos países, se celebrará el domingo próximo; y, por último, el
viernes sucesivo, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Cada una de estas celebraciones litúrgicas
subraya una perspectiva desde la que se abarca todo el misterio de la fe cristiana; es decir,
respectivamente, la realidad de Dios uno y trino, el sacramento de
la Eucaristía y el centro divino-humano de la Persona de Cristo. En verdad, son aspectos del único misterio de
salvación, que en cierto sentido resumen todo el itinerario de la revelación de
Jesús, desde la encarnación, la muerte y la resurrección hasta la ascensión y
el don del Espíritu Santo.
Hoy contemplamos
la Santísima Trinidad tal como nos
la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor «no en la unidad de una
sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia» (Prefacio): es
Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada,
muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo
mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres
Personas que son un solo Dios, porque
el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo,
infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es
fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente.
Lo podemos intuir, en cierto modo,
observando tanto el macro-universo -nuestra tierra, los planetas, las
estrellas, las galaxias- como el micro-universo -las células, los átomos, las
partículas elementales-. En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido,
el «nombre» de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas
partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se trasluce
en última instancia el Amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y
se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia
y libertad. «¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la
tierra!» (Sal 8,2),
exclama el salmista. Hablando del «nombre», la Biblia indica a Dios mismo, su
identidad más verdadera, identidad que resplandece en toda la creación, donde
cada ser, por el mismo hecho de existir y por el «tejido» del que está hecho,
hace referencia a un Principio trascendente, a la Vida eterna e infinita que se
entrega; en una palabra, al Amor. «En él -dijo san Pablo en el Areópago de
Atenas- vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la
Trinidad es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y
vivimos para amar y ser amados. Utilizando una analogía sugerida por la
biología, diríamos que el ser humano lleva en su «genoma» la huella
profunda de la Trinidad, de Dios-Amor.
La
Virgen María, con su dócil humildad, se convirtió en esclava del Amor divino:
aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En
ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el
modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los
hombres. Que María, espejo de la Santísima Trinidad, nos ayude a crecer en la
fe en el misterio trinitario.
Benedicto XVI, pp emérito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario