ESPAÑA TIERRA DE MARÍA

ESPAÑA TIERRA DE MARÍA

sábado, 26 de mayo de 2018

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Queridos hermanos y hermanas:

     Después del tiempo pascual, que culmina en la fiesta de Pentecostés, la liturgia prevé estas tres solemnidades del Señor: hoy, la Santísima Trinidad; el jueves próximo, el Corpus Christi, que en muchos países, se celebrará el domingo próximo; y, por último, el viernes sucesivo, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Cada una de estas celebraciones litúrgicas subraya una perspectiva desde la que se abarca todo el misterio de la fe cristiana; es decir, respectivamente, la realidad de Dios uno y trino, el sacramento de la Eucaristía y el centro divino-humano de la Persona de Cristo. En verdad, son aspectos del único misterio de salvación, que en cierto sentido resumen todo el itinerario de la revelación de Jesús, desde la encarnación, la muerte y la resurrección hasta la ascensión y el don del Espíritu Santo.
     Hoy contemplamos la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor «no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia» (Prefacio): es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres Personas que son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente.
     Lo podemos intuir, en cierto modo, observando tanto el macro-universo -nuestra tierra, los planetas, las estrellas, las galaxias- como el micro-universo -las células, los átomos, las partículas elementales-. En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido, el «nombre» de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se trasluce en última instancia el Amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia y libertad. «¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2), exclama el salmista. Hablando del «nombre», la Biblia indica a Dios mismo, su identidad más verdadera, identidad que resplandece en toda la creación, donde cada ser, por el mismo hecho de existir y por el «tejido» del que está hecho, hace referencia a un Principio trascendente, a la Vida eterna e infinita que se entrega; en una palabra, al Amor. «En él -dijo san Pablo en el Areópago de Atenas- vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados. Utilizando una analogía sugerida por la biología, diríamos que el ser humano lleva en su «genoma» la huella profunda de la Trinidad, de Dios-Amor.
     La Virgen María, con su dócil humildad, se convirtió en esclava del Amor divino: aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los hombres. Que María, espejo de la Santísima Trinidad, nos ayude a crecer en la fe en el misterio trinitario.

Benedicto XVI, pp emérito.

sábado, 5 de mayo de 2018

PARA VIVIR CON FE LA EUCARISTÍA (II)

Caridad

    La fuente de la caridad perfecta es la Eucaristía. La fuente de la caridad que nunca se agota ni se cansa es la Eucaristía. En ella contrastamos nuestros personales egoísmos con las grandes carencias que existen en el mundo que nos rodea. Cada día que pasa es una oportunidad que Dios nos da para ofrecer algo o parte de la riqueza material o personal que podemos tener cada uno de nosotros.
     Hay dos dimensiones que nunca podemos olvidar al celebrar la eucaristía: la caridad hacia Dios y la caridad hacia los hermanos. Amar a Dios con todo el corazón y con toda nuestra alma es subirse al trampolín, para saltar y amar, aunque se nos haga duro y a veces imposible, a los más próximos a nosotros. Y, esos próximos, ¡qué lejos los tenemos muchas veces del corazón y qué cerca físicamente! Hoy, de todas maneras, está más de moda mirar horizontalmente al hombre que verticalmente acordarnos de que Dios existe.

     «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, cercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.” ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo».

Escucha

     Cuando Dios habla no nos da simple información: se nos revela. Su Palabra es un escáner por el que vamos conociendo el corazón de Dios, sus sentimientos, sus pensamientos y, también, lo qué tiene pensado para cada uno de nosotros. Lo qué quiere de cada uno de nosotros.
     El Antiguo Testamento nos prepara a la venida de Cristo. Las epístolas u otras lecturas nos ofrecen las reflexiones de San Pablo y de otros contemporáneos sobre Jesucristo, su vida y su mensaje. El Evangelio nos da la clave de cada encuentro eucarístico. Es el punto culminante de toda la Liturgia de la Palabra. Es en este momento, cuando puestos de pie rendimos homenaje presente en la Palabra.
     Le reclamaba una vez por la noche al Señor: – “¿Por qué Señor no me escuchas?, si cada noche te hablo…” – “¿Por qué Señor no me atiendes?, cuando en cada momento te pido…” – “¿Por qué Señor no te veo?, si oro constantemente…” – “En esta noche Señor hablo y hablo contigo, mas no siento tu presencia, ¿por qué Señor no me tomas en cuenta? A lo que Dios contestó: – “Cada noche escucho tu clamor, cada noche trato de atender, cada noche trato de hacerme ver delante de ti, y quisiera cumplir tus deseos. Pero me hablas y pides muchas cosas, las cuales escucho con atención, sin embargo, en cuanto terminas de agradecer y de pedir lo que necesitas, terminas tu oración, sin darme oportunidad de hablar”
     Una conversación es un diálogo entre dos, muchas veces hablamos con Dios pero no nos damos un tiempo para escuchar su voz. ¿Alguna vez has tratado de hablar con alguien que no te deja decir ni una sola palabra? Pues bien, Dios quiere hacernos escuchar su voz y para eso necesita que le des la oportunidad de hacerlo, y solo entonces, al escuchar su voz y guardar silencio por un momento, tu oración será completa, y Dios cumplirá su promesa de darte todo aquello que pidas con fe.

     Vosotros, pues, escuchad la parábola del sembrador. Sucede a todo el que oye la Palabra del Reino y no la comprende, que viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: éste es el que fue sembrado a lo largo del camino. El que fue sembrado en pedregal, es el que oye la Palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumba enseguida. El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero los preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta.


Javier Leoz