ESPAÑA TIERRA DE MARÍA

ESPAÑA TIERRA DE MARÍA

martes, 13 de febrero de 2018

CINCO CAMINOS DE PENITENCIA
     ¿Queréis que os recuerde los diversos caminos de penitencia? Hay ciertamente muchos, distintos y diferentes, y todos ellos conducen al cielo.
     El primer camino de penitencia consiste en la acusación de los pecados: Confiesa primero tus pecados, y serás justificado. Por eso dice el salmista: Propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Condena, pues, tú mismo, aquello en lo que pecaste, y esta confesión te obtendrá el perdón ante el Señor, pues, quien condena aquello en lo que faltó, con más dificultad volverá a cometerlo; haz que tu conciencia esté siempre despierta y sea como tu acusador doméstico, y así no tendrás quien te acuse ante el tribunal de Dios.
     Éste es un primer y óptimo camino de penitencia; hay también otro, no inferior al primero, que consiste en perdonar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos, de tal forma que, poniendo a raya nuestra ira, olvidemos las faltas de nuestros hermanos; obrando así, obtendremos que Dios perdone aquellas deudas que ante él hemos contraído; he aquí, pues, un segundo modo de expiar nuestras culpas. Porque si perdonáis a los demás sus culpas -dice el Señor-, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros.
     ¿Quieres conocer un tercer camino de penitencia? Lo tienes en la oración ferviente y continuada, que brota de lo íntimo del corazón.
     Si deseas que te hable aún de un cuarto camino, te diré que lo tienes en la limosna: ella posee una grande y extraordinaria virtualidad. También, si eres humilde y obras con modestia, en este proceder encontrarás, no menos que en cuanto hemos dicho hasta aquí, un modo de destruir el pecado. De ello tienes un ejemplo en aquel publicano, que, si bien no pudo recordar ante Dios su buena conducta, en lugar de buenas obras presentó su humildad y se vio descargado del gran peso de sus muchos pecados.

     Te he recordado, pues, cinco caminos de penitencia: primero, la acusación de los pecados; segundo, el perdonar las ofensas de nuestro prójimo; tercero, la oración; cuarto, la limosna; y quinto, la humildad.
     No te quedes, por tanto, ocioso, antes procura caminar cada día por la senda de estos caminos: ello, en efecto, resulta fácil, y no te puedes excusar aduciendo tu pobreza, pues, aunque vivieres en gran penuria, podrías deponer tu ira y mostrarte humilde, podrías orar asiduamente y confesar tus pecados; la pobreza no es obstáculo para dedicarte a estas prácticas. Pero, ¿qué estoy diciendo? La pobreza no impide de ninguna manera el andar por aquel camino de penitencia que consiste en seguir el mandato del Señor, distribuyendo los propios bienes --hablo de la limosna--, pues esto lo realizó incluso aquella viuda pobre que dio sus dos pequeñas monedas.
     Ya que has aprendido con estas palabras a sanar tus heridas, decídete a usar de estas medicinas, y así, recuperada ya tu salud, podrás acercarte confiado a la mesa santa y salir con gran gloria al encuentro del Señor, rey de la gloria, y alcanzar los bienes eternos por la gracia, la misericordia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

San Juan Crisóstomo

sábado, 10 de febrero de 2018

LA COMUNIÓN ESPIRITUAL OBRA MILAGROS
Una devoción para cuando no puede hacerse sacramentalmente y que tiene entidad propia.


Los tres pasos de la comunión espiritual

     El concepto es sencillo: comulgar espiritualmente consiste en desear comulgar sacramentalmente, alimentando ese deseo con los mismos afectos y determinaciones con que nos preparamos a hacerlo en la misa.
     Pero una idea tan simple envuelve un misterio infinito, sobre el que llamó la atención Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica: “Comer espiritualmente a Cristo es también recibir espiritualmente el sacramento”. Es decir, que puede producir los mismos frutos, aunque no ex opere operato (por la misma fuerza del sacramento) sino ex opere operantis (según las disposiciones del fiel).
     De ahí que el Concilio de Trento la recomendara en tiempos en que la negación luterana de la transustanciación había enfriado o extirpado la devoción eucarística. Como asimismo lo hicieron San Francisco de Sales y San Alfonso María de Ligorio, dos grandes maestros de la vida moral, cuando los estragos de la Reforma, primero, y la fiebre de la desviación jansenista con su rigorismo extremo, después, alejaban a los cristianos de su alimento natural.
     No está prescrita ninguna oración específica, pero sí 
son precisos tres pasos.

     Primero, un acto de fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas.

     Segundo, el deseo de tomarlo sacramentalmente y unirse en intimidad con Él.

     Tercero, petición de alcanzar las mismas gracias que si nos la diera el sacerdote.

     Si se cumplen estos requisitos, pueden ganarse las indulgencias que la Iglesia otorga a quienes practican esta devoción, aunque es requisito para esto último, como es obvio, el estado de gracia. Y con la frecuencia que se desee: “Cualquier devoto puede cada día y cada hora comulgar espiritualmente con fruto” si tiene “buena voluntad y devota intención” de hacerlo sacramentalmente, dice Tomás de Kempis en la Imitación de Cristo.

Tres milagros de la comunión espiritual

     A veces Dios la premia con el aviso del Sermón de la Montaña (“¿Quién de vosotros, si un hijo le pide pan, le dará una piedra?”) y se obra el milagro de la administración sobrenatural de la Eucaristía.
San Buenaventura, ya agónico, sufría continuos vómitos y no podía soportar la Sagrada Hostia. En el lecho de muerte, pidió tenerla junto al pecho para hacer una última comunión espiritual. Fue entonces cuando, a la vista de los hermanos presentes, un ángel extrajo una partícula del copón y la introdujo en el corazón del moribundo.

El Jueves Santo de 1250, dos fervorosos franciscanos de Gaeta (Italia) se preparaban para comulgar en los oficios, cuando el superior les envió a limosnear pan. Al regresar al convento, el sacramento ya había sido administrado. Así que se arrodillaron ante el altar para hacer una comunión espiritual: “La obediencia”, protestaban ante el sagrario, “nos ha privado del consuelo de recibiros; no nos privéis, al menos, de vuestra divina bendición”.
Hubo algo más que eso. A los pocos instantes el mismo Jesús salió del monumento: “Yo soy el Salvador a quien invocáis, he escuchado vuestros deseos y voy a satisfacerlos”. Y les dio de comulgar, además de dejar en el pavimento del altar las huellas de sus pies, todavía hoy objeto de veneración.

O está el caso que refiere el capuchino Fray Ambrosio de Valencina (1859-1914) sobre una niña, Rosalía, cuya santidad intrigaba a su amiga Conchita. Un día la sorprendió en su habitación, de rodillas ante el Sagrado Corazón, con el rostro encendido y “como fuera de sí”. “Estoy comulgando”, le dijo, y le explicó que se trataba de “la comunión espiritual, para estar más estrechamente unida con Jesucristo deseando ardientemente recibirle y tenerlo en el corazón”. Rosalía confesó a su amiga que todas las noches se acostaba deseando amanecer en el cielo. Aquel verano, Rosalía se despertó con el Sol una mañana y consagró el primer instante, como hacía siempre, a su devoción favorita. Su ángel de la guarda, a quien Jesucristo había ordenado llevarla ese día al Paraíso, aprovechó tal ímpetu de amor divino para cumplir el mandato.